


Contrareloj
Por: Germán Gómez Carvajal
Alfredo Guluma tiene 43 años de edad. Es relojero de profesión. Su ubicación en la zona céntrica de la ciudad es conocida por todos los ibaguereños al igual que su rostro.
¿Quién no conoce al señor de los relojes?
Alfredo es uno de los tres personajes en situación de discapacidad que se ubica en la Carrera Tercera entre las calles 13 y 14 bajo la mirada estática de la Cacica Yulima. Veintitrés años lleva laborando en el mismo sector y goza de un reconocimiento amplio por parte de los tolimenses. Arregla el reloj de los padres y los hijos, de la dama y la señorita. No en vano, Alfredo ha visto crecer junto a sus tres hijos a toda una generación que se asoma de vez en cuando en su negocio, solicitando que el minutero se mueva y que el tiempo nunca pare.
Es un hombre de gestos medidos y sin exageraciones, cauteloso en lo que dice y hace. Con una curia de cirujano interviene los relojes de sus clientes: los sincroniza, limpia y arregla piñones de engranaje diminutos, que le exigen apretar los ojos. Alfredo usa lentes para realizar mejor su trabajo pero tan pronto la actividad laboral termina, las gafas reposan en su frente porque no las necesita, son solo una herramienta para realizar trabajos complejos.
Como relojero y comerciante también arregla pulsos, los corta y los alarga. Quita pilas y también las pone. Desaparece la humedad de los relojes, arregla micas y también explica qué diablos es una mica. “Mica es el vidrio o la pasta transparente que protege el tablero de un reloj” —ah… Dicen sus clientes, quienes siempre lucen atentos a las explicaciones del relojero. Él no es un conversador de largo aliento como los son la mayoría de los comerciantes. Contesta lo que le preguntan y con amabilidad habla justamente lo necesario.
Esa seriedad que lo caracteriza podría ser el reflejo de un hombre trabajador que no está jugando con la relojería ajena y la razón por la que es buscado por muchos ibaguereños por encima de las múltiples opciones que el centro de la ciudad brinda.
Su espacio de trabajo es pequeño. Una tabla con dos secciones, forrada con paño rojo, se abre sobre sus piernas y es así como se exhiben las pilas y los pulsos. A su costado derecho una tabla de 1,50 metros de ancho, por 50 centímetros de larga sirve como estantería a relojes próximos a venderse a muy buen precio, entendiendo lo bueno como cómodo y accesible. “Aquí hay relojes de diez mil pesos y hay otros hasta de veinte mil. Uno vendiendo relojería en la calle vende barato”.
El padre y el hijo
Alfredo Guluma quiere extender sus conocimientos en relojería a uno de sus hijos razón por la que Maicol Guluma está trabajando con su padre. Tiene un sueldo fijo pues Alfredo le consigna una cifra exacta y sin percances. Maicol es un poco más acertado al describir el ambiente de trabajo en esta zona, donde los relojeros son muchos y el ambiente tenso. “Acá, cada uno es por su lado, no se trabaja en conjunto y la gente es muy envidiosa”, Alfredo nos dijo todo lo contrario. Que la gente colabora y que no ha tenido pormenores. Sin embargo, mientras nuestro relojero se ve a gatas para atender a varios clientes, los seños fruncidos de sus colegas se tensionan cada vez más, “a mi papá vienen y lo buscan, la gente ya sabe que él trabaja bien y ya tiene más de 20 años aquí” sentencia Maicol con admiración.
Alfredo parece ser un hombre focalizado en sus intereses y aficiones. No tiene tiempo que perder en el reloj de la vida para fijarse en pequeñeces. Se levanta a las 4 de la mañana a practicar atletismo, con sus brazos fuertes impulsa su silla de ruedas y día a día se supera así mismo. Siempre fue deportista y lo será mientras pueda. Antes del accidente que limitó su caminar— a sus escasos 18 años— Alfredo corría, entrenaba y sudaba. Hoy lo continúa haciendo. Nada lo frena. Entrena, rueda y suda. No se siente discapacitado porque es capaz de todo.
Es un hombre independiente, que se viste bien, que se expresa bien, que sonríe y gana bien. Que es admirado por las mujeres y que se gana la vida sin ayuda de nadie. Si alguno de sus acompañantes lo pretende ayudar, impulsándolo o demás, pierde su tiempo pues su silla de ruedas no tiene agarraderas. Sus brazos ejercitados desde la mañana son más que suficientes. El accidente acontecido en su juventud es cosa del pasado, un asunto del que se habla poco, “fue un accidente en una empresa de concentrados” y listo. Sin detalles, sin melancolía.
Pasemos a sus manos.
Tiene un pulso templado y un humor certero. Las manos no le tiemblan. Extrae tornillitos y los pone a la velocidad de la luz. Muestra sus herramientas de trabajo, pinzas destornilladores y una navaja chica y vieja a la cual le hace todo un homenaje “esta es la mejor” y suelta una sonrisa sobria, los ojos le brillan. Alfredo Guluma se ríe más, con los ojos, que con la boca. Nos cuenta que la relojería le deja una ganancia que oscila entre los 150 mil y 200 mil pesos diarios. Su oficio le ha permitido sacar a sus hijos y esposa adelante.
Tiene un permiso legal que él llama “legitimidad para trabajar” que lo acredita para trabajar en la Carrera Tercera. Por esta razón, en el camino peatonal del centro de Ibagué, donde los comerciantes alardean de encontrar cualquier artículo y vendérselo a quien sea “si no se le tiene se le consigue”, un hombre cauto y trabajador espera darle rienda suelta al tiempo quieto que en los relojes estancados de los ibaguereños se pausa.
La quietud y Alfredo Guluma no simpatizan. Ni en los relojes, ni en lo personal. Aunque la vida quiso frenarlo parando parte de su movilidad, Alfredo se moviliza a grandes velocidades por las pistas de atletismo que lo continúan viendo rodar. Desde la Tercera lo ven lucrarse gracias a su dedicación, esfuerzo y eficiencia pues, cualquier reloj pausado que llegué a sus manos, está destinado a correr. Le gusta la estatua de la Cacica Yulima y posó junto a ella para este reportaje.





