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Una caja desteñida que dibuja recuerdos

 

Por: Diana Lara

 

La mañana del 14 de mayo, la Plaza de Bolívar de la ciudad de Ibagué parecía estar normal, las gotas de lluvia aumentaban sobre el centro de la ciudad, haciendo que los vendedores de tinto, de minutos, de dulces entre otros, extendieran sus plásticos y se arrinconarán contra las paredes de la Alcaldía y la DIAN. En sus rostros se veía la angustia de no estar ganando dinero, por lo que susurraban que ojala parara de llover.

 

Hablaban entre ellos, mientras sostenían en la mano un vaso lleno de tinto que hacía más amena la conversación, otros leían la noticia del día en el periódico.

 

A las 11:00 de la mañana mientras recorría la Plaza de Bolívar, me acerque a un señor llamado Rafael, el cual trabaja como lustrador de zapatos, tenía cara de anciano gruñón, por su aspecto físico y por la manera en que me miro cuando le pregunte si quería colaborarme con una entrevista - ¿Usted es una espía enviada por la Alcaldía?, sin darme tiempo para contestarle, apunto: “es que yo sé cómo es el gobierno de esta ciudad, ellos lo creen a uno tonto, piensan que uno no sabe que le envían jóvenes que se hacen pasar por estudiantes, para que uno les bote información y al cabo de unos días venga y le echen la policía o espacio público, no niña yo en eso no le colaboro”. Ante su negativa, sorprendida me retire.

 

Seguí caminando por los alrededores de la Plaza de Bolívar y aunque el lugar se estaba quedando cada vez más solo debido a la fuerte lluvia, una mujer que se encontraba sentada en una silla Rimax de color negro llamo mi atención. Sus pies colgaban sobre las cajas de madera que la protegían de la lluvia, mientras su mano derecha sostenía una sombrilla, me fui acercando y pregunte su nombre, “me llamo Graciela Botero Montoya”, me contesto, mientras veía con tranquilidad como pasaban los carros.

 

Su rostro me transmitió la humildad, dulzura y sencillez de esta mujer que nació el 5 de enero del año 1958, en Armenia, Quindío. El cruce de su voz con la fuerte lluvia que caía, me hizo encontrar debajo de su sombrilla el mejor lugar para acampar. Doña Graciela, es la única mujer que trabaja sobre la carrera Tercera entre calles novena y décima como lustradora de zapatos, oficio que aprendió de su esposo José Antonio Restrepo, el cual se dedicó durante 28 años a esta labor, “me acuerdo que cuando yo le llevaba el almuerzo a mi esposo, me colocaba a mirar como él brillaba los zapatos de sus clientes. Un día le dije que me hiciera una caja de lustrar, y me decía que yo no era capaz de trabajar en eso, hasta que un día me llego con la caja” recuerda doña Graciela.

 

Su rutina diaria comienza a las 7:30 de la mañana, y termina a las 12:00 del día, trabaja de lunes a sábado, pocas veces desayuna. A las 6:00 de la mañana, en su pieza ubicada en la barrio La Vega, empieza a revisar que todo lo de su caja este completo, sus tres clases de cepillo, todos los tonos del betún; rojo, amarillo, café, negro; y los productos con los que logra darle un buen brillo al zapato, como el varsol, el champú, la grasa y el agua. Aunque esta vez tiene más prisa, le queda tiempo para agradecerle a Dios por regalarle un nuevo día. Llegando a su trabajo empieza a ordenar de forma perfecta, todos los elementos sobre el piso, de tal manera que el cliente se acerque y decida pagarle desde dos mil pesos hasta cuatro mil por dejarse embolar sus zapatos.

 

El 1 de octubre del año 2013 a las 6:00 de la tarde, la señora Graciela Botero llegó al terminal de transporte de Ibagué, con tan solo una maleta y sosteniendo en sus manos su caja de lustrar zapatos, buscó una habitación aledaña al terminal, en la que pago 40 mil pesos por pasar la noche. En la madrugada decidió buscar otro lugar, llegando al barrio La Vega, allí encontró una casa de familia, en la que le pidieron 20 mil pesos por ocupar un espacio que funcionaba antes como una cocina. De esta manera tomo el lugar, pasando su segunda noche acostada encima de cartones y arropada con una toalla.

A las 7 de la mañana del tercer día, se sentó en una de las bancas de la Plaza de Bolívar mientras observaba a la gente que trabajaba en ese lugar, después de mirar un rato tomo la decisión y se acercó al señor Fabio que trabaja como lustrador:

 

-          Buenos días señor una pregunta, ¿qué tengo que hacer para poder trabajar en este lugar?

-          ¿Quién va a trabajar su esposo?

-          No soy yo

-          Entonces siéntese por ahí en una banca y trabaje, aquí no tiene que pagar nada y la policía casi no molesta

 

De esta manera la Plaza de Bolívar se ha convertido para doña Graciela en su amigo más cercano y fiel, este lugar es la única entrada económica que tiene para pagar los 130 mil pesos que le cobran por el arriendo de la pieza. Además  le ha dado para conseguir su alimento, aunque muchas veces no sabe que es comer durante tres días. A pesar de que ha pasado por momentos de desesperación, considera que la Plaza ha sido su mayor distracción.

 

Graciela, a pesar de que tiene cierto contacto con el público, se considera una mujer tímida, por eso a la hora de abordar a un cliente, no cruza muchas palabras con él, tan solo le da el saludo de buenos días y se enfoca por hacer bien su trabajo. Sin embargo, esa timidez se quiebra cuando los clientes le dicen ¡que pocas veces han visto a una mujer que se dedique a embolar zapatos¡ es así como doña Graciela de manera tranquila le dice, que es lo mismo cuando va donde un hombre para que le realicen ese mismo oficio. De pronto se ve envuelta en un enfrentamiento entre el cliente y ella por estar defendiendo, uno su trabajo y el otro sus puntos de vista. Por lo que toma la decisión de acabar rápido con la lustrada del zapato, para no llegar a caer en problemas.

 

Sin embargo Graciela disfruta ver los gestos que hace la gente, cuando se acercan a solicitar su servicio, “casi siempre me preguntan si ya llego el señor, cuando les contesto que soy yo la dueña del negocio, muchos se me ríen en la cara, o me insultan diciéndome cosas como que me vaya para la casa porque ese trabajo es de hombres, así me lo hizo saber un señor cuando me grito y se me abalanzó para que me saliera de esa plaza. Pero no todas las personas son así, otros si me ponen sus zapatos y les entra la curiosidad por preguntarme como llegue a este trabajo” apunta.

 

Es así que la  dinámica de trabajo a la que Graciela le ha tocado adaptarse no ha sido nada fácil. Sin embargo disfruta ver desde su silla y junto a sus cajas, el movimiento de la ciudad todos los días en horas de la mañana, de manera que cada vez que le llega una persona, se distrae escuchando las historias de cada uno de ellos, “esta es una de las razones por las que no dejo mi trabajo, porque aunque yo no tenga amigos, muchos de mis clientes me miran como su mejor amiga, de manera que cuando están frente a mí, mientras yo les limpio sus zapatos se desahogan contándome como han sido sus vidas, y eso lo disfruto, me entretiene” comenta.

 

Doña Graciela no tiene compañeros de trabajo, piensa que entre más alejada este de los problemas, mejor. Pero a pesar de que este lugar le ha brindado cosas positivas para su vida, no olvida la forma en la que la molestan algunos de los trabajadores como don Fabio y el “Paisa”, a los que cataloga como hombres machistas y groseros cuando se dirigen hacia una mujer. Esto la ha llevado a tener algunos inconvenientes “es que yo defiendo mi género, porque no permito que una mujer sea maltratada por fuertes palabras que los hombres dicen; otra cosa, y es que mi lugar de trabajo debe ser respetado, porque aunque sea la única mujer que trabaje en esta plaza como emboladora de zapatos y perciba la envidia de muchos otros emboladores, ellos deben aprender a convivir conmigo también, porque es que yo no le estoy haciendo mal a nadie”, apunta Graciela, con cierto grado de alteración.

 

Pero la vida de Graciela Botero, ha estado llena de tropiezos. A las dos horas de ella haber nacido, su madre murió de un infarto y su padre la dejo abandonada en un internado de monjas en la ciudad de Medellín. Durante 20 años recibió maltrato por parte de las monjas que le pegaban con reglas y palos sobre los nudillos de las manos, y era encerrada en una habitación mientras le bajaba la hinchazón. “Me ponía a llorar sola, porque a quien le iba a contar si no tenía dolientes, no conocí a mi familia, ni tuve compañeras ya que como ellas tenían dinero me miraban por encima, antes me tocaba lavarles la ropa, y cocinarles porque si me ponía a contarles del abuso a alguna de ellas, me castigaban por mucho tiempo”, recuerda doña Graciela con rabia.

 

Ninguna de las monjas se compadeció con Graciela, por el contrario descargaban más la rabia sobre ella. No disfruto de sus fechas especiales, por lo que en su primera comunión solo le pusieron el uniforme del internado, y nunca le cantaron un cumpleaños. Pero a pesar de que estaba rodeada constantemente por el miedo, decidió que a las 3:00 de la madrugada estaría dentro de un canasto con los que iban a mercar a la plaza, cuando el carro se detuvo ella se bajó rápidamente, “hay empezó mi sufrimiento primero porque no conocía a nadie, y segundo porque a eso de las 10 de la mañana tenía un hambre horrible, decía que voy hacer Dios mío, hasta que me entre a una cafetería y le dije a una señora que si tenía algo de comer, y conté con buena suerte que ella me siguió dando comida por dos meses”, comenta.

 

La vida le empezó a sonreír a doña Graciela cuando la señora Berta le pregunto que si le gustaría trabajar en una casa de familia, sin pensarlo aceptó y trabajo por dos meses, hasta que conoció a Jesús Antonio Restrepo quien se dedicaba también a las labores del campo. Una noche en la que salió junto con sus amigas, decidieron invitar a Jesús, quien más adelante se convirtió en su  esposo y en el último hombre que conociera en su vida.

 

Tras 30 años de compartir una vida juntos, un infarto cerebral mantuvo a su esposo conectado a una maquina por dos años. Aunque le dejó dos hijos que fueron su luz, esta se apagó el día 25 de enero de 1999 cuando una pared de concreto cayera encima de ellos mientras estudiaban en la escuela, producto  del fuerte terremoto de 6,4 grados que afecto enormemente la ciudad de Armenia, Quindío.

 

Esta escena llevo a que doña Graciela despertara a los ocho días y padeciera un fuerte cuadro de depresión. Su vida empezó a desmoronarse, ya que no contaba con un trabajo, y la soledad que sentía era cada vez más profunda. Un día estando en su apartamento golpearon fuertemente a su puerta dos hombres altos, de piel oscura, preguntando con voz gruesa por ella, la razón era que si en 2 días no se iba del Quindío, se atuviera  a las consecuencias, por lo que los nervios invadieron a Graciela, “pues que me maten ya que, pero que me den un tiro y me dejen por ahí invalida eso no, por eso mientras lloraba y empacaba la ropa y mis cajas de embolar zapatos que siempre me acompañaron a todos lados, lo único que se me ocurrió fue llegar a Ibagué” recuerda con nervios. Es así como la vida de Graciela Botero ha estado rodeada de tropiezos y alegrías, que la hacen una persona de admirar debido a su lucha por seguir adelante.

 

Paisaje sonoro - por Diana Lara
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