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Sin "olés" no habría "ches"

Por: Juan Esteban Leguízamo

    i a David Díaz Jiménez se le hubiese dado la oportunidad de viajar al pasado y elegir nuevamente otro destino, hubiera escogido obstinada e instantáneamente el mismo. Era 2011, y no tendría otro chance en vida para presenciar lo que más le movía: la cocina y el fútbol. Tanto fue así, que lo movió 6884 kilómetros al sur, una longitud que abarcaría plenamente a tres Colombias y media de norte a sur.

Todo empezó sin muchos relieves cuando David Díaz recapitulaba su vida sobre una mesa rústica de su restaurante. Cronológicamente: demostró su inquietud por la cocina desde grado undécimo, improvisó recetas, emprendió cursos, estudió gastronomía en Bogotá, hizo sus pasantías en un hotel, vendió postres caseros, peregrinó al extranjero por un curso de repostería y otro de comida india, trabajó en una pastelería y fundó un peculiar restaurante desde el cual hablaba ahora impasible. Fueron tres decenios de su vida resumidos en diez precipitados minutos. No más que quince minutos antes había inaugurado esa entrevista, que era la primera, preguntándole:

  • ¿Por qué un restaurante que se especializa en el arroz, y no una pizzería italiana, un restaurante criollo o algún bar?

Él sabía que en la misma pregunta, se encontraba clara la respuesta.

  • Porque ya todo eso existe – respondió (nuevamente impasible)

Como esa, las demás respuestas de David Díaz seguían siendo del mismo calibre: breves, rotundas, perforantes. Puede que la neutralidad en el tono de voz y su semblante impidieran advertir alguna emoción en él, pero lo cierto es que, con el tiempo, dejaba traslucir con una prudencia muy febril su amor por la cocina y el fútbol. Se consideraba con firmeza un hombre de pocas palabras, pero se equivocaba, fue cuestión no más de pedirle que relatara los detalles de su travesía por otras tierras para que respondiera:

  • Está bien, pero pidamos una limonada, porque esto puede alargarse

No era una posibilidad, ni una advertencia, sino una confirmación de la retahíla que se avecinaba tras esa detonante petición. De aquí en adelante, continuó sin reticencias.

Cuando David Díaz se asomó a la ventanilla del avión y pudo ver a través de su cristal difuso y los miles de algodones, se sintió minúsculo ante la metrópolis que se abría bajo sus ojos y que no alcanzaba a abarcar con su ancha vista. Era 20 de diciembre de 2011. La ciudad que veía era idéntica por donde se le mirase, tenía más de laberinto que de ciudad de hecho. Era, un laberinto idéntico en todos sus recovecos. Cada terreno de esa ciudad lucía como un cuadrado perfectamente simétrico, cuyas 4 esquinas formaban pulidos ángulos de 90 grados. Nada ni nadie escapaba a este molde implacable pues lo mismo repetían las casas, los parques, los barrios, hasta formar cuadrados ilimitadamente, de manera que no había diferencia alguna en avanzar cien metros hacia delante que retroceder cien metros atrás, pensaba él, mientras contemplaba esa ciudad hecha cuadrícula. Mientras despedía a Buenos Aires, desde los aires.

 

 

Fuente: Air Pano

Eso sí, sabía que la gente que habitaba allí abajo no eran de mentes cuadriculadas. Seis meses antes, cuando recién llegaba y también sobrevolaba la ciudad, pensaba lo opuesto, tal cual lo dicta el estigma, que agrandada y altiva era la población argentina, pero luego supo que esas características sólo encajaban en unas pocas minorías. Abajo, a mil metros de distancia, Luis Carlos Bernal, el agente que contrató para no extraviarse en Buenos Aires, le esperaba en el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini. Era 3 de julio de 2011, y ya lo esperaba una hospitalaria temperatura de -3° centígrados. Recién brotaba el invierno en la Argentina.

Por un tiempo odió parpadear, pues sus pestañas se congelaban y mordían la piel inferior a sus ojos provocándole unos escalofríos que electrizaban todo su cuerpo. Los dos años de preparación en la Lassalle College de Bogotá habían sido insuficientes para desarrollar una piel gruesa de resistencia; insuficientes, para adaptarse de buenas a primeras al crudo clima que lo acompañaría durante los primeros meses de su peregrinaje.

David Díaz recorrió miles de kilómetros (sobrevolando Perú, Brasil, Bolivia, Paraguay) y zigzagueó otros cientos más: de Buenos Aires a Santa Fe, de Santa Fe a Córdoba, de Córdoba a Santa Fe, de Santa Fe a La Plata, de La Plata a Córdoba y de Córdoba a Buenos Aires. Así lo recordaba él, trazando líneas en el aire con su índice y mirando a un punto fijo fuera del restaurante como tratando de recomponer los trozos dispersos de ese espejo al que llamamos memoria. En total, fueron 3157 kilómetros. Fue como ir de Ibagué a Bogotá unas 15 veces. Pero fue también recorrer esa larga distancia en tan sólo 13 días. Y ese zigzagueo por el país obedecía a unas causas mayores, sumamente importantes: la Copa América del 2011, disputada, desde luego, en la Argentina. Pero David Díaz no era un lobo solitario. Diego García, su amigo indivisible, le acompañó por cada uno de los partidos de Colombia en el extranjero. Pero hubo más.

Fueron a un total de seis partidos de la Copa América, pese a que Colombia hubiese jugado en tan sólo cuatro. Y aunque no fue ningún tipo de semifinal, el mejor partido sin lugar a dudas fue el de la selección colombiana contra la argentina una noche calurosamente fría del seis de julio. Horas antes por las autopistas podían verse cientos de buses atestados de gente tricolor, todos ellos, encaravanados, y haciendo mucho, mucho ruido, como no es de extrañar. Al entrar al estadio, sin embargo, el panorama fue abrumador. Sólo podían verse algunos archipiélagos colombianos en todo ese mar celeste que cubría las gradas que temblaban cercanas a ceder.

A ese estadio le cabían 40,000 almas, y 40,000 almas habían reunidas aquel día. Los 350,000 pesos que había costado la boleta de última hora, habían valido oro: Colombia no perdió, pero tampoco ganó, y estuvo a punto de hacerlo. Cuando el partido llegó a su fin, hinchas de ambos bandos intercambiaron palabras y fotografías y el estadio fue evacuado parsimoniosamente. No obstante, los jugadores de la selección llegaban a los vestuarios tras culminar el partido, y ya David y Diego estaban sobre la carretera rumbo a su próximo destino. Eran esos los gajes del turismo.

Tres días antes, cuando dejaba Bogotá y recién llegaba a Buenos Aires, David Díaz arribaría al barrio Colegiales, lugar que lo cobijaría durante seis meses mientras zigzagueaba por el país y terminaba su curso de repostería. Al llegar conoció a la señora Patricia, dueña de la casona y mujer de ojos rígidos, facciones sólidas y una personalidad (¿por qué no?) también endurecida. Cuando se le veía desplazarse por los corredores, parecía que sólo la movilidad del rostro había abandonado su cuerpo para siempre. Fue ella, su anfitriona, la única argentina con quien no pudo simpatizar. La casa grande había sido acondicionada para ser una residencia estudiantil y no había nada que no pudiera caber en ella, o al menos, eso pensaba Patricia. Eran unas 15 habitaciones y en ellas habían todos los matices del colombiano, los acompañaban también peruanos, bolivianos y un ecuatoriano, lo que menos habían eran argentinos. Y no era para extrañar.

Por la avenida Cabildo (que luego terminaba llamándose avenida Maipú) y en sus inmediaciones, había unas cinco escuelas de cocina, todas rivalizando, y una de ellas era la Mausi Sebess. Todos los días, luego del frenesí de la Copa América, David Díaz se levantaba hacia las ocho de la mañana, se alistaba, se despedía de la mujer con el rostro embalsamado, y se encaminaba hacia la academia. Fue allí donde le enseñaron en las primeras clases que no se decía comida hindú, sino india, pues este primero aludía únicamente a términos religiosos. También, fue allí donde una vez, por cuenta de un amigo, vio cómo él partía una carne a la mitad sin cuchillos, con la sola acción de sus manos, como si una cremallera la cruzara por la mitad. Sin embargo, no se sorprendió, ya estaba habituado a las diferencias.

Luego de que David llegara a la Argentina un 3 de julio en la madrugada, ese mismo día, sobre las 9 de la mañana, ya lo esperaba el agente que había contratado para evitar extravíos. Conoció supermercados, vías principales y el transporte público, que dista mucho de lo que conocemos aquí por transporte público, pero también le enseñó palabras que debía utilizar para que le entendieran y palabras que debía evitar utilizar para que no lo malentendieran, como el verbo coger, para que no terminara insinuando, como en muchos otros casos, algún deseo de fornicación con buses, vasos o cualquier elemento al que nosotros los colombianos creemos aptos para coger. Che, en Colombia se cogen los buses, en Argentina no.

Todos los días antes de tomar el bus (esa palabra reemplazaba a la obscena coger), debía recorrer buena parte del barrio para llegar a la estación. Mientras la alcanzaba, pasaba por un cementerio sin muertos ni lápidas, sino, con casas. Lo único que perturbaba la calma era el bramido de un ferrocarril que se escuchaba distante y que atravesaba el corazón del barrio. Muchos árboles desnudos podían verse cada tres metros y las calles empedradas se extendían y discurrían por  calles aledañas, mientras un sol seco y pálido aportaba más sombra que luz al espacio lúgubre.

Pero no fue siempre así. Luego, cuando el invierno secó y la primavera germinó, el ambiente fue más entrañable, el sol más caluroso y madrugador, y claro, sus pestañas no corrieron el riesgo de congelarse.

En el momento en que todo culminaba: el curso, la graduación, el viaje, este texto y con ellos, la emoción, pudo traerse un último grato recuerdo a Colombia. Jacobo Lastra Álvarez, fundador de la repostería Don Jacobo, estrechó su mano en la ceremonia de graduación, mientras honraban a colombianos, brasileños, bolivianos, chilenos, costarricenses, ecuatorianos, estadounidenses, mexicanos, paraguayos, panameños, peruanos, suecos y venezolanos con un video conmemorativo sobre la promoción Mausi Sebess 2011.

Y mientras David Díaz terminaba su relato, segunda limonada en mano, le cuestionaba sobre los partidos, pero yo hacía trampa. Porque le preguntaba lo que ya sabía. Y él respondía y no fallaba. ¿Cómo quedó el partido de Colombia y Perú? Cero a dos. ¿Cómo se llama el estadio de Córdoba? Kempes, Mario Alberto Kempes. ¿Qué capacidad tenía el estadio de Santa Fe? 40,000 personas. Yo tenía todo anotado en una lista y él lo tenía todo anotado a fuego en la mente. La última entrevista se terminó (interrumpió) con una llamada. Una llamada muy importante que confirmaría la próxima fecha en que se reuniría a jugar fútbol con sus panas, fútbol de consola. Cuando eso ocurrió, di por terminada la charla.

No le pregunten a David Díaz por fechas, pregúntenle por equipos, jugadores, estadios, clasificaciones y él les responderá inmediatamente, acertando en el centro y sin vacilar. Pero ojo, David Díaz no tiene una memoria prodigiosa, para nada, esa facultad más bien atribúyansela al corazón. Porque sin “olés” no habría habido “ches”. Ni tampoco, este texto.

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