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El rajatabla de la paella catalana

Por: María Fernanda Moore & Juan David Pastor

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        a sido un año muy duro, y ya no doy más, tuve que educar a todo un pueblo a comer bien”. Esa es la declaración absoluta con la que Carlos Rojas, propietario del restaurante La Masía, describe la labor que ha ejercido prácticamente desde que nació. Es un catalán de padres gallegos que con temple, dedicación y “práctica, práctica y práctica” logró labrar un presente promisorio no sólo para él, sino también para su esposa, sus dos hijos y su nieto.

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“En mi juventud a mí me tocó vivir la posguerra civil española, no había comida ni nada, porque estaba arrasado, no había estudio y nunca pude hacer la carrera que me habría encantado, la arquitectura”. Mientras recordaba esos momentos en que hizo parte de esta guerra, sus ojos vidriosos por el pasar del inmisericorde tiempo se llenaban de nostalgia, apretaba levemente sus manos y agachaba la mirada, casi como sintiera dolor por esa España que aún hoy 38 años después sigue intacta en su corazón.

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 “Yo empecé en la gastronomía a los 18 años cocinando en el ejército para oficiales y me mandaron a la cocina, había una señora civil que cocinaba y ella me enseñó y se me hizo muy fácil, y luego mi mamá, que tenía una mano para la cocina catalana. Ella sí tenía buena mano, algo queda, y llevo toda la vida en esto”. Comparar a la gastronomía con la arquitectura para muchos puede ser algo descabellado, pero la verdad es que ambas comparten un principio absoluto: la creatividad. Y Carlos en el restaurante tiene de sobra, él mismo fue el que diseñó todo el espacio, además su sello personal está impreso en cada plato, en cada bebida, en cada risa y en cada mirada.

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“La primera vez que trabajé en un hotel empecé lavando platos”. Desde su juventud, Carlos tuvo claro que si quería hacer parte del gran mundo de la gastronomía debía empezar desde el peldaño más bajo. Consiguió un trabajo en una cafetería como lava platos y entendió la dinámica que gira en torno a ese medio. Para llegar a ser el chef principal debía saber hacer lo que a cada miembro correspondía. “Si como jefe no sabe lavar un plato, ¿cómo espera exigir que lo laven bien?”. De ahí en adelante empezó el ascenso de Carlos, hasta el punto que trabajó para un chef de los más importantes, uno que había trabajado para los reyes de Holanda, sus ojos se iluminan cuando se acuerda  de esa época y de la profunda admiración y agradecimiento. “Ese hombre podía hacer lo que fuera, si le pedían un buffet ruso, lo prepara”.

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Lo que Carlos no sabía es que su corazón iba a quedar embelesado por una tierra casi mágica, llena de paisajes agrestes y gente apasionada. Fue así como sutilmente se dejó atrapar por esta tierra que siempre recibe con los brazos abiertos a los foráneos. Y sobre todo a los que están en busca de oportunidades. “Para hablarle de la primera vez que oí de Colombia y de por qué lo escogí no le alcanzaría la memoria de esa cámara”. Todo empezó como un sueño muy fácil de alcanzar, pero la verdad es que llegar a una ciudad tan tradicional como Ibagué con hábitos gastronómicos tan arraigados fue muy complejo, ese joven Carlos, emprendedor y soñador, tuvo que pasar por muchos obstáculos para ver de alguna manera materializado su sueño.

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“El inicio del restaurante fue en el año 1981, iniciamos con mi esposa Cristina, en el barrio La Pola carrera 4 entre 6 y 7, allí comenzó La Masía, hubo muchos problemas, uno de ellos fue el dinero”. Pero dejando de lado los problemas monetarios, otro gran obstáculo al que se enfrentó esta pareja fue el hecho de que en Ibagué se desconociera por completo la gastronomía mediterránea. En esta gastronomía predominan los mariscos ya que son insignia del plato más representativo de España, la paella Catalana. Y es que para Carlos “en Ibagué no conocían lo que eran mariscos, y nos costó mucho, pero lo conseguimos”.

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Con un toque de ironía y risa Carlos recuerda esa primera paella que sirvió en esta ciudad, que “así como lo acoge a uno con cariño también lo hiere sin remedio”, fue para unos funcionarios de la Gobernación del Tolima que pensaban que la paella sólo era arroz con carne y al llevarla a la mesa, después de un par de cucharadas vio como salía corriendo la gente al baño a vomitar.

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“La auténtica paella catalana debe llevar todo tipo de mariscos: carabineros, escamarlanes, mejillones, calamar, pimentón, arveja y arroz”. Teniendo en cuenta esta experiencia Carlos pudo darse cuenta de una característica en general de los habitantes de la ciudad, “carecían de cultura gastronómica” y el proceso para que lograran adaptarse a la propuesta de La Masía, debía ser lento y progresivo, empezando con platos sencillos, pero que conservaran las raíces españolas “el restaurante comenzó con pinchos de pimento y cebolla, la receta era especial, era una receta catalana”. “Cuando yo llegué no existía el pimentón en Colombia, nosotros vivíamos en La Pola cuando Ramón otro español trajo unas semillas de pimentón y se dio muy bien”.

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Alcanzar el éxito gastronómico en esta ciudad es sumamente difícil declara Carlos y algo que hace que este restaurante sea netamente internacional es que no va a cambiar su esencia nunca, la comida española es como la comida española debe ser. Según Carlos, muchos restaurantes son sólo nombre y realizan mezclas que atentan contra la originalidad de los platos “se pasó a la comida que muchos acá llaman internacional, pero que en realidad es comida sancocho, una mezcla a la que yo no llamaría internacional”. “Es como el restaurante este francés que está en Cádiz, ese es tolimense no francés, le ponen nombres a los platos que no van con lo que hacen, pero la gente les cree”.

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El país pasaba por uno de sus momentos de crisis económica, y para Carlos y su esposa el arriendo en el barrio La Pola se hacía insostenible. Fue así que ahorraron lo suficiente para comprar una casa en el barrio Casa Club y lograron recomenzar en esa nueva ubicación. Fue entonces que Carlos pudo por fin explotar esas habilidades de arquitectura diseñando y construyendo el nuevo restaurante. “Este restaurante lo hice yo, con estas manos”.

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“En esta nueva ubicación nunca pensé todo lo que iba a vivir”. Una de las anécdotas más impactantes, y que Carlos recuerda fue cuando tuvo el coraje de engañar a la muerte. Era de noche y llegaban algunos de sus clientes más fieles y de los que siempre dejaban propinas exuberantes. Se trataban al parecer de personajes relacionados con negocios ilícitos. Llegaron pidiendo el vino de la mejor calidad y en un acto de brillantez o estupidez, Carlos lleva un vino de los más baratos, el individuo ajeno a la realidad, lo bebe con agrado y garantiza que es un gran vino.

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“Los clientes de La Masía han pasado por todas las categorías y a mí solo me importa que cumplan con disfrutar y pagar. Todos los buenos clientes se van muriendo”. Desde el rico, hasta el limosnero del pueblo, todos son bien recibidos por Carlos y para él, todos sus clientes tiene igual valor, sin importar de donde provienen. La atención radica en el orden de llegada y de esta manera se evita caer en clasismos o tráfico de influencias. “Es difícil mantener un negocio con esas políticas de alcaldía y gobernación, todo responde a intereses políticos que trancan el desarrollo del empresario”.

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“En esta ubicación no solo aumentó el auge del restaurante, también comenzó mi familia”. La esencia de La Masía va más allá de las tradiciones gastronómicas, va más allá de las perfectas mesas, de las relucientes botellas, de los costosos trozos de carne. La Masía es la combinación de familia y pasión, una no puede subsistir sin la otra, y para Carlos, lo primordial en la vida es contar con la familia, y dejar un legado, para así permanecer en la memoria. Si se sigue este parámetro, el dinero vendrá por añadidura.

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El legado

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“Abrir un espacio para las personas, para tener un público más variado y que gente joven lo conozca, quizás expandiéndolo a otra ciudad, conservando las enseñanzas de mi papá”. Para Tatiana, la hija de Carlos, el reto de mantener la memoria, el restaurante, y sobre todo la gastronomía, se volvió su proyecto de vida. A pesar de ser diseñadora graduada, desde hace 7 años se encarga del negocio familiar y es en este momento es la jefe de cocina.

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“Nosotros somos tal vez de los pocos que llevamos a rajatabla la receta española, no combinamos una paella con aguacate, esto es típica comida española, de la abuela, y enseñar a comer comida típica española es una responsabilidad y una promesa”. Su personalidad es tajante e incuestionable como la de su padre, reconoce que se deben hacer cambios al alcance de nuevos públicos pero demuestra particular orgullo cada vez que habla de la misión y la promesa que tiene con su padre. Además sus ojos saltan y se iluminan cuando recuerda su niñez en España visitando a las tías y aprendiendo todo lo que más podía sobre gastronomía.

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“Falta mucho para que la gente valore, no es por precios, es más de que reconozcan que hay algo mejor que la comida rápida. Le falta cultura gastronómica, en lo teatral y todo lo demás”. Mientras decía estas palabras Tatiana se quedaba mirando fijamente al restaurante, casi con un sinsabor porque sabe que en la ciudad, las nuevas generaciones cada vez valoran menos lo tradicional y lo familiar. Antes de decir otra cosa, suspira y dice que la esperanza es lo último que se pierde, tomando fuerte la mano de su hijo.

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