Universidad de Ibagué
2017
Comunicación Social y
Periodismo
Comer tango
Por: María Fernanda Moore & Juan David Pastor
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os primeros rayos de luz se posan sobre los amplios cafetales, transmiten la unicidad de la región y el cacareo del gallo compagina en perfecta sincronía con la armonía traída de otra tierra: la tierra del Tango. El tango es un género musical que cumple con la función catártica de exhortar los sentimientos de desamor y pesadumbre; común a mujeres y hombres; sin importar la nación o la época, tampoco la procedencia, o el estrato socioeconómico, el Tango es para todos los despechados.
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Son las 4:00 p.m. y con el paso lento de la tarde se aproxima el crepúsculo. Silenciosa y lúgubremente comienza la noche en la ciudad musical de Colombia. El centro es escenario habitual del caótico teatro social que se vive en el día a día. Allí todo empieza a dormir para dar paso a una colorida y vanidosa propuesta gastronómica. Mientras el comercio duerme, la gastronomía despierta y los pomposos restaurantes seducen con sus puertas decoradas, su iluminación tenue y su sed de posmodernismo. Nombres pretenciosos crean en el transeúnte el espejismo de estatus social y embelesan a todo aquel que pasa por el antiquísimo Panóptico.
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En medio de tanta alcurnia e ínfulas de superioridad, existe un lugar, sencillo e indiferente, que está libre de toda pretensión y sólo busca ganarse un espacio para subsistir en esta ciudad ávida de caos y en la que el arte musical y la gastronomía local parecen ser caminos complementarios. Tango y Parrilla más que un restaurante es un pasadizo a otro lugar y a otra época. Es lo que muchos considerarían un verdadero refugio, una apología a un género musical desechado por sus precursores y a un estilo gastronómico tradicional opacado por el auge de lo internacional.
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Este restaurante es la incursión de la arrabalera bohemia argentina en el tradicional cuerpo de la gastronomía colombiana. Esta extraña mezcla es concebida sólo en la imaginación de un auténtico gaucho criollo, Carlos. Para él, el tango significa la nostalgia, sus letras cargadas de pasión, representan la emotividad y las lágrimas (esas pequeñas muestras saladas de verdadera emoción) reflejan los sentimientos más profundos. La gastronomía colombiana, es el complemento indicado, la excusa perfecta para compartir esta pasión incontrolable llamada Tango. A través de la comida típica tolimense y representada al mejor estilo gaucho, Carlos promulga su embelesamiento por el hijo pródigo del arrabal.
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Al cruzar la calle de la cárcel Centenar (Panóptico) se puede divisar una delicada y pequeña parrilla negra, ajada por el paso de los años, y humeando sin parar. La parrilla aguarda con la comida ancestral, las arepas mixtas estilo tolimense: carne, pollo, chicharrón y queso, todo en el espacio. Siguen luego las arepas de quesillo, que son considerablemente más pequeñas, pero que seducen gracias al queso que desborda por todo el borde y chorrea la parrilla, cayendo despacio sobre el carbón y provocando ese ruido tan tentador. Alejado de las arepas, pero no menos importante, se asa lentamente y casi que por inercia el chorizo del Líbano, muy jugoso y con ese color a sangre oscura tan particular.
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Este inagotable ritual donde el día fallece y el tango emerge, empezó con la excusa de compartir el arte. Pero quien conoce el tango sabe que más que una expresión, el tango es una necesidad, una droga que difícilmente se deja atrás. Carlos pregunta ¿para qué la cocaína, la marihuana, el éxtasis, si está el tango?. No más suena se eriza la piel con sus suaves sonidos, se desliza por el oído como una palabra de amor, resuena en la cabeza como una aturdidora verdad y se aleja cuando ya lo ha dejado desprovisto de toda añoranza por un pasado que se fue. El único antídoto que combate esta enfermiza obsesión es la gastronomía, y es que actúa de polo a tierra cuando el delirio musical está en extremo arraigado.
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Todos los matices aromáticos disputan un preponderante lugar en la nariz de los comensales. La masa recién hecha, el deleitable estupor del chorizo, y el lúpulo de la cerveza hacen que el sentido del gusto y el olfato se activen de tal manera que es imposible pasar sin siquiera percatarse de un ápice de olor. Pero esta particularidad no es lo único embrujante. Tango y Parilla además de ser símbolo de dos culturas, es un gran pretexto para atraer al transeúnte despistado y al conocedor musical más acérrimo. Luego de esta enriquecedora fuente de fascinación sensorial que sirve de antesala, se continúa avanzando al centro de este templo tanguista.
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Esta noche un dúo muy particular está a punto de revivir en las personas allí sentadas: extraños, expertos, jóvenes y ancianos, mujeres ansiosas de romance y hombres resignados por algún amor que se fue; sentimientos olvidados, enterrados en lo profundo del ser, o sencillamente un recuerdo.
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La vida en muchas ocasiones es irónica: como las letras de los tangos. Bajo irónicas circunstancias este particular dúo entrelazó sus caminos, haciéndose inseparables, y como amantes que no toleran estar el uno sin el otro, todas las noches del viernes “como relojitos”, Carlos Posada en su motocicleta recoge a Carlos, el intérprete del bandoleón para dar inicio al espectáculo.
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Se conocieron un viernes, como el día en que siempre interpretan tangos, era ya tarde y después de un largo día en el colegio, Carlos Posada caminaba tranquilo por la tercera, cuando fue atraído por las dulces notas de un piano, al entrar al lugar de donde provenían se dio cuenta de que el intérprete era un hombre elegante y muy virtuoso, que sentía cada acorde que interpretaba. Al caer la noche, en algún momento de receso musical, Carlos Posada (vocalista) interrumpe a Carlos y su piano para preguntarle si podría interpretar algún tango. Para sorpresa de Posada, Carlos no sabía ninguno, después de un tiempo Carlos manda sentar a la mesa a Posada a que escuche. Tan pronto Carlos empezó a oír quedó maravillado y después de ese evento se hicieron inseparables.
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Cuando el reloj marca las 10:00 p.m. empieza la Milonga, un trago de aguardiente antes de empezar alerta al público que la función se avecina. La voz está preparada, el espíritu dispuesto, el porte y la elegancia digna de cualquier gaucho poético reencarna en este paisa de “pura cepa”. Posada frunce el ceño, agudiza la mirada, llenas sus pulmones de oxígeno, retiene la respiración y cuando menos lo esperan, deja salir un potente verso que proclama: “Quiero emborrachar mi corazón…”
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Si bien las mesas permiten el paso de la gente, están sumamente juntas, tan estrechas como el alma de Carlos y el tango que noche tras noche se funden en uno solo; no hay ni un metro entre el espaldar de una silla y otra. Ubicadas de esta manera, dejan libre apenas lo necesario para que el homenaje de corazón a un género olvidado tenga inicio, mientras se preparan los intérpretes, que más que eso son artistas exiliados por la música superflua.
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El comensal queda atónito ante la cantidad y variedad de cantantes clásicos pegados en la pared. “Pichuco”, representado a través de una caricatura bastante jocosa, está sentado de traje elegante, con enorme cabeza, peinado bien definido y su bandoneón reluciente. Gardel se encuentra cerca del centro de la pared, tan elegante como cuando estaba vivo, terminó exaltado en el lugar dónde seguramente menos se lo esperó. Justo al frente con mirada coqueta, risa perfecta, cabello rizado, pero nunca desordenado, aparece Amelia Lamarque. Esta cantante, pionera en el género, no sólo arrancó el corazón de más de un desdichado, dicen también que embrujó hasta al mismo Perón.
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El ritual comienza y al lado de la colección personal de Carlos espera atento e hipnotizado un comensal, un poco mareado “por el valor líquido”. Ansioso por escuchar la dramática interpretación, muerde lentamente la deliciosa mezcla de maíz pelao, despacio, los dientes traspasan la crocante corteza, llegando al suave centro, en el que el quesillo desborda, resbalándose por los dedos, casi que seduciendo con particular caricia a las papilas gustativas que “bailan” con el paso del queso. Los sabores son tantos y la perfecta mezcla de estos, sólo se comparan con la de los acordes y la estridente voz cargada de melancolía.
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Con la llegada de la madrugada el tango se duerme al calor de las brasas restantes de carbón, los embrujantes aromas se dispersan con la brisa helada del amanecer. En el recinto, que sirve de oda al tango y templo a la gastronomía regional, quedan apenas unos pocos comensales. Algunos completamente ebrios no sólo de alcohol, también de música y otros que agradecidos y sonriendo acaban hasta con el olor de la parrilla. La nostalgia que despertó este género olvidado la compensa la satisfacción de haber disfrutado de una agradable cena tradicional y deliciosa. Mientras que Carlos, como en el tango “Volver” de Gardel, guarda escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de su corazón.