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Cecilia Prada 2 -
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Uno de los primeros recuerdos que tengo de Cecilia, se remontan para eso del 2003 en una tarde “calentana” característica de El Espinal. Para aquella ocasión, viajamos en familia con el único propósito de ir a visitarle y, de paso, merendarse uno de esos viudos de pescado tan únicos que prepara, casi a la medida de un paladar refinado. Al arribar al municipio, emprendimos la búsqueda del barrio “La Esperanza”. Allí, vivía junto a José Abdón Alarcón, su esposo, con quien compartió la mayor parte de su vida adulta. Ese día, José nos recibió con un chiste mal contado y un aliciente servicial que de alguna manera, lo habían enmarcado ya de entrada como un personaje. O bueno, eso quisiera dejar ver mediante la historia de mi desventurada tía Cecilia.

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Cecilia Prada de Alarcón, oriunda de Armero, Tolima; llegó a este mundo un 30 de junio de 1941. Una mujer más o menos pequeña, de tez morena, pelo corto y repintado, con facciones que enmarcan en su rostro los estragos de una vida llena de intermitencias y momentos difíciles, creció entre el trabajo, la vida campesina y el desplazamiento a raíz de la oleada de violencia posterior a la muerte de Gaitán. Así fue como terminó en el Guamo, Tolima; desplazados en familia por el conflicto que acarreaba ser partidario de algún lado político. Durante la mayor parte de su infancia, estuvo cien por ciento dedicada a la venta de líchigo en el municipio. “Cecilia ha sido una mujer que ha trabajado toda la vida. Además por ser la mayor, le tocó ponerse al hombro en bastantes ocasiones a la familia junto a mi papá” aclara Mercedes, su hermana menor. Y sí, Cecilia es la mayor de seis hermanos de los que, actualmente, sólo quedan tres.

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Una tarde cualquiera, a eso de los dieciocho años, le entró la curiosidad de aprender a realizar sombreros de palma real. Para su fortuna, al frente de su hogar, vivía una señora que accedió a enseñarle a confeccionar sombreros en una tarde. “Ese día hice por ahí unas dos docenas de sombreros. Ella me enseñó y yo me senté a cocer en la máquina de mi mamá. Eso sí, feos y torcidos, sin embargo, los vendí absolutamente todos” añade Cecilia cuando recuerda aquel día en que aprendió a hacer sombreros de palma. Y fue precisamente esa tarde en donde empezó de lleno al oficio de confeccionar sombreros (labor que por cierto desempeñaría por los próximos sesenta años).

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Al transcurrir el tiempo, su popularidad en el municipio va creciendo a medida que la gente va exaltando su habilidad para cocer sombreros. Llegaban encargos de docenas los cuales daban sustento no sólo a la canasta familiar, sino al ahorro común. Empleaban la mayoría del dinero en la construcción de su casa en el Guamo. Y digo “empleaban” porque fue Cecilia quien le enseñó a realizar sombreros a una de sus hermanas, su mano derecha, Zobeida, apodada cariñosamente como “Nena”.

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Al cabo de unos años, las cosas para la familia habían mejorado y decidieron desplazarse para la ciudad de Ibagué alrededor de los años setenta. Vivieron ahí durante mucho tiempo. Cecilia seguía en su labor hasta que a sus treinta y cinco años se sintió algo agobiada por ver que no tenía una casa propia o siquiera, un lugar distinto al hogareño. En su afán de irse, afirma Cecilia que conversó una tarde con Nena para hallar la forma de poder hacer su vida con las garantías suficientes. “Y es que le dije que si se me aparecía el diablo, me casaba porque quería irme de ahí”. Tiempo después, casi de manera premonitoria (o así lo afirma ella), conoció a José Abdón, el Capitán Veneno.

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José Abdón Alarcón, conocido es su época como El Capitán Veneno en El Espinal, José “Andón y “Chulo Apaliado” en la familia, era de alta estatura y de piel muy morena. De él, desprendía un hedor hediondo producto de no bañarse cinco días seguidos y vivir en El Espinal a la vez. Lo recuerdo particularmente por tener buen sentido del humor, usar sombrero y tener unas entradas que marcaban el inicio de una frente prominente y ancha. Su voz era un más bien carrasposa y aguda, la propia para hacer el chiste más malo y reírse de todas maneras.

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Con José las cosas fuero más simples de lo que parecen. Se conocieron en el año de 1976 y se casaron dos años después. Ella, con la garantía de un matrimonio, tomó la decisión de irse a vivir al Espinal con su marido para ejecutar ese plan de vida que tenía. Además, las ventajas de ir allá también eran laborales debido a que la cantidad de trabajo que había en el municipio en cuanto a la confección de sombreros era constante y con eso se evitaba el viaje de cada fin de semana para ir a surtir y/o vender sus productos. Finalmente al cabo de unos meses, emplearon sus ahorros para hacer la compra de su casa.

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En el año 1979 ya estaban ubicados en el barrio La Esperanza, su primer hogar en familia. Durante los años siguientes, Cecilia cosía sin parar todo tipo de prendas. Elaboraba sombreros pesqueros, sombreros de pindo, sombreros de palma real y surtía sombreros en otros almacenes en Ibagué para venderlos en El Espinal. Además, con el tiempo fue adoptando habilidades para la costura de ropa, arreglos de faldas y realización de algunos trajes específicos que le pidieran, sin embargo, su fuerte seguía siendo la elaboración de los sombreros. En bastantes ocasiones afirma ella que llegaban pedidos de toda índole en cuanto a sombreros. La gente realizaba encargos grandes en distintas fechas del año lo cual, asumiendo la cantidad, daban abasto como para descansar un mes.

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Para las fiestas de San Pedro y San Juan, su flujo económico se veía acrecentado debido a la gran demanda de sombreros, ponchos, rabo de gallo y otros accesorios característicos de las fiestas. Trabajaba para las comparsas folclóricas, realizaba sombreros para los transeúntes, trabajaba con cooperativas que le ayudaban a distribuir su mercancía y, eventualmente, salía a las calles del municipio a establecer su puesto de trabajo y dejar que la gente curiosa se llevara uno que otro artículo. El trabajo duro, bien como lo había señalado anteriormente, es una de las cualidades que esta señora tiene por característica. Sin embargo, no todo era color de rosa ya que, en la mayoría de ocasiones, el Capitán Veneno no colaboraba en absoluto. Sólo daba una que otra cantaleta.

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Ya para el año de 1988, establecida totalmente en El Espinal y con una reputación característica, le llega un encargo grande para atender las necesidades estéticas del reinado de aquel entonces. Era temporada de fiestas y sabía que podría ser un buen negocio a corto y mediano plazo. La tarea inició con la elaboración de unos cuantos accesorios para incluir en las faldas que estaban supuestamente ya diseñadas. Ella, con el encargo en la mano, acepta realizar el trabajo. Cecilia tiene la cualidad de tener siempre la capacidad de ver oportunidades y no dudó en ir a conocer personalmente el gestor que organizaba el reinado para aquel entonces en persona, claro, con el encargo en mano.

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La confianza que transmitió Cecilia sumada a la reputación que tenía en el municipio por su elaboración artesanal de sombreros, fueron razones suficientes para pedirle un encargo de mayor responsabilidad y trabajo: elaborar 22 faldas para las reinas. Aceptó el pedido y empezó a trabajar día y noche, sin embargo, no recuerda gratamente la eventualidad debido a lo complicado que es realizar dichos vestuarios. “Eso de hacer faldas es levantarse en la madrugada bien temprano, desayunar y ponerse a coser como un desesperado. Eso sí, no había tiempo ni para tirar una chanza porque ese oficio lo tiene a uno como un esclavo. Es mucho trabajo para una sola persona y ese “verriondo” de José no ayudaba en absolutamente nada” comenta Cecilia al recordar la experiencia con las faldas.  

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Sin embargo, después de tanto sacrificio y horas empleadas, terminó el trabajo y entregó las faldas. El pago fue módico pero esperaba algo más que sólo dinero: gratitud. Y es por eso que de alguna manera no quiso volver a realizar faldas. Después de ver cómo las reinas bailaban con sus artículos puestos en la televisión y el esfuerzo de haber hecho esa labor tan constante, hacia Cecilia hubo un pago económico y nada más. Le aqueja que no hubieran exaltado si quiera un poco el empeño que acarreó el suceso. Así, un año después de la eventualidad, le volvieron a realizar la propuesta pero ella la rechazó y mandó a los ofertantes al Guamo con Dora María Candía, una de las veteranas en el asunto en cuanto a sombreros y faldas y, por supuesto, amiga de Cecilia.

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A pesar de la intermitencia, sus años como elaboradora de sombreros artesanales siguieron y su reputación nunca bajó. De todas formas, su mayor problema saldría a flote tiempo después. Las peleas con el Capitán Veneno se verían acrecentadas con el tiempo. Él era un hombre que particularmente no hacía ninguna labor en específico. Es más, sólo molestaba a ratos y discutía porque Cecilia no le daba algo de dinero. Y así fueron pasando los años, llevando la vida oculta de un matrimonio que no funcionaba y que sólo se basaba en discusiones con cierto grado de banalidad. Con el tiempo, el sustento alcanzó para remodelar la casa en la que vivía, arrendarla y vivir con algunos ingresos extra.

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Un día cualquiera, el capitán se dirige a Cecilia en las rutinarias peleas de siempre. Era una tarde del año 2005 y era la hora del almuerzo. “Yo le dije a José que se quedara a almorzar pero como el hombre nunca toma nada enserio, salió en su cicla a callejear como lo hacía de costumbre. Ese día tenía mucho trabajo porque tenía un encargo de sombreros por una importante suma de dinero y debía hacerlo. Al cabo de media hora más o menos, golpean en mi casa alertándome de que José se había accidentado” comenta Cecilia respecto al suceso. Y es que el accidente fue en una de sus chistosas imprudencias en donde, por andar de afanado y gracioso de momento, colisionó contra una motocicleta. Esta, lo mandó de cabeza contra el asfalto causándole un impacto craneal. Sin embargo, de momento, cuando acudió Cecilia, él estaba bien de salud después de haber salido de urgencias. O eso parecía.

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Al cabo de tres días, una serie de convulsiones lo llevaron de urgencias a la capital tolimense. Estuvo en coma alrededor de dos semanas, inactivo totalmente. Nunca se sabrá si fueron azares del destino, pero el Capitán Veneno nunca logró levantarse de esta intermitencia falleciendo de un infarto al miocardio. Cecilia, después del dramático suceso, llegó a su hogar algo compungida por el asunto y decidió ir a desbalijar una especie de baúl en madera que José tenía en una recámara aparte. Al abrirlo y hurgar más a fondo en la habitación del capitán, se dio cuenta que él guardaba caletas enteras de todos sus productos: sombreros, camisas, gorras, faldas y entre otros artículos que ella vendía. Con la incertidumbre, emprendió a averiguar el “porqué” de tener escondidos los artículos y la sorpresa fue enorme cuando se dio cuenta que él mismo robaba la mercancía para posteriormente regalarla en el pueblo. La regalaba a quien le apetecía, sea una muchacha bonita o un amigo de confianza. Todo lo regalaba. Y de ahí su tan enigmático apodo.

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Y para colmo de la decepción, realizando los trámites posteriores a la defunción de su esposo, se encontró con que José no sólo tenía mucho dinero, sino que estaba pensionado de hacía quien sabe hace cuánto tiempo por parte de los bomberos. Y era paradójico para ella porque él nunca aportó nada mientras vivieron juntos. Y así, mientras uno de sus hermanos, gemelo por cierto, reclamaba la herencia de la casa de El Espinal y se vio en la decepción más enorme de su vida, optó por retirarse en silencio sin manifestar queja alguna del suceso. Dejó todo atrás tanto su trabajo en El Espinal como todo lo que habría querido construir en medio de su paradigma de familia que, ya a sus sesenta años, había fracasado.

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Regresó a Ibagué a eso de un noviembre del 2007 junto a Zobeida para instalarse nuevamente en la casa materna. Y llegó ahí a seguir en su máquina de coser, realizando sombreros por encargo y volviendo a la vida de los viajes para poder vender. Ahí resbalaron los últimos vestigios de trabajo ya que, con el tiempo, fue perdiendo la capacidad para trabajar a raíz de una artrosis que le ha dejado paulatinamente “engarrotada” tal como ella lo califica.

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A pesar de todo, no todo estuvo tan mal dado para ella. A pesar de las dificultades que acarrea tener la enfermedad y estar momentáneamente postrada en una silla de ruedas, aclara que no es razón para morirse. La soledad es algo frustrante para ella, sin embargo, decidió parar y reposar los años que le queden con la dignidad en alto de haber servido con sus artículos folclóricos y no haber descansado ni un solo día con el trabajo. Hoy día, y en los últimos años, apremia el estar con su familia quien es su fundamental apoyo en estas épocas tan complicadas de su tercera edad, a sus 76 años.

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Más allá de ver las cosas por ese lado, quisiera dejar ver ese otro lado de Cecilia, el papel que cumple como tía. En alguna ocasión del año 2008, recuerdo haber entablado una especie de discusión con ella a razón de quién sabe qué. Claro, es distinto cuando se es un pobre párvulo que no tiene idea de nada. Posterior a ello, decidió invitarme a acompañarla a surtir sus cositas para hacer una oleada de sombreros pesqueros. Arribamos al Centro Comercial Chapinero en donde recuerdo muy bien que me llevó a elegir algo parecido a un canguro enorme para llevar mis juegos de canicas y cartas. Posterior a eso, me invitó a merendar un helado y creo que fue una de las tantas tardes que me dedicó. No importaba tanto el mal genio de la tía, el enmarcado carácter de esa mujer siempre estuvo combinado con un aliciente a nobleza y sencillez que vi reflejado en esa tarde con un acto tan sencillo como el de ir a compartir después de una disgustosa discusión. Sencillez que rescata hasta el día de hoy. Pero creo que en últimas, esa era ella; esa es Cecilia.

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Coser para vivir: Cecilia, el capitán y otras intermitencias

Por: Juan Montoya Prada

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