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Los hilos del tiempo forman la unión

Por: María José Cuesta Ospina

quel domingo en la noche, cuando me acercaba a su casa, escuché carcajadas poco sutiles, esas que no se pueden evitar y que salen de lo más profundo del alma, también percibí varios tonos de voz, esto me indicó que ella no estaría sola, cuando giré mi cabeza para ver la puerta de su casa que estaba a tan solo 15 pasos de mi logré confirmar mis sospechas, de allí provenía el ruido, varias personas se encontraban sentadas en las escaleras frente a la puerta, no identifiqué a ninguna, pues la primera vez que la conocí la situación fue diferente. Era época de verano, el cielo estaba demasiado despejado, el calor acechaba y el ruido casi escaso de medio día, hacían del entorno el más particular, precisamente, fue aquella oleada de calor lo que me llevó a conocerla, pues era la única persona que a la hora del almuerzo sacaría un poco de su tiempo para arreglar mi vestido y tenerlo listo en menos de media hora. No lograba hacerme una idea de lo que podían estar haciendo tantas personas a las afueras de su casa y menos a esa hora y con ese frío nocturno, cuanto más me acercaba, más disminuía la algarabía, pues era evidente que me dirigía hacia ellos y parecía provocar algo de intimidación que una desconocida escuchara lo que conversaban.

Saludé y me asomé para ver si ella se encontraba en casa, pregunté por ella y fue en ese momento cuando uno de los presentes gritó para llamar su atención, supe que era el hijo cuando pronuncio la palabra “mamá”, parecía estar lejos de donde nos encontrábamos pero pasados unos segundos salió a la puerta, todos le sonrieron pero nadie habló, ella me reconoció y me saludó amablemente, vaya sorpresa para mí, era la segunda vez que nos veíamos y aún me recordaba de aquel medio día, lucía casi igual a la primera vez que nos conocimos, estaba arreglada como si fuera a salir, al parecer sin importar que estuviera en la casa le gustaba estar presentada, la única diferencia era que esa noche su atuendo era especial.

Allí vi por segunda vez a la señora Irene quien llevaba una blusa blanca con una franja color azul y otra salmón, un jean clásico y zapatos bajos, entre sus accesorios un anillo plateado, una cadena delgada de plata con un dije pequeño y aretes largos con esferas transparentes, pero, el accesorio más notorio era la sonrisa que llevaba esa noche, la más radiante que le haya visto, mostraba tanta felicidad y satisfacción que lograba contagiarla a quienes estábamos ahí.

Enseguida me invito a pasar y cuando entre pude notar que habían festejado un cumpleaños. Aún habían platos con crema de pastel y vasos plásticos con residuos de gaseosa. Rápidamente una mujer mayor que parecía vivir allí, empezó a arreglar el comedor y a ordenar todo lo que se había usado en el festín. Por otro lado, la señora Irene me invitó a pasar a la sala donde nos sentaríamos a hablar, allí habían muebles de tela azul estampada, eran del tamaño perfecto para el lugar, la luz del bombillo hacia ver el lugar más claro,  junto a las paredes blancas todo parecía  espacioso. En esta misma habitación se encontraba la cocina, en perfectas condiciones, todos estos detalles me hacían ver que la señora Irene era organizada e impecable.  En la habitación lo más curioso y característico era una mesita de madera con fotografías y una máquina de coser que no parecía estar en uso, pues era de aquellas que se manejaban con manivela, un poco más tediosa de manipular que las actuales, esa máquina era más que un adorno, se trataba de un objeto tan preciado pues era la recopilación de muchas vidas, contenía más de un recuerdo oculto y momentos únicos encriptados. Cuando pregunté por su proveniencia no pensé que sería un viaje en el tiempo.

“Fue la primera máquina de mi vida, es una parte de mi mamá, pues era de ella y me la heredó cuando dejó de trabajar” dijo.

Sus ojos se inundaron de lágrimas y giró la cabeza para ubicar a su mamá, quien era la señora que minutos antes recogía los platos del comedor, de igual manera, enfocó con su mirada la máquina de coser, en donde había aprendido a hacer las primeras puntadas con la tutoría de su madre, incluso donde confeccionó sus primeras creaciones para los clientes de aquellos años, tantos recuerdos la tornaron sentimental.

Su madre, la señora Graciela llamó mi atención, parecía tener tanto conocimiento oculto que era inevitable no querer conocerla más, me dispuse a preguntar por ella y de repente mi mente estaba en 1972, para este entonces la señora Graciela llevaba un tiempo largo trabajando en la costura, pues su madre le había enseñado algunas cosas, a pesar de ello nunca fue a un instituto, siempre realizo cursos referentes a la costura y el diseño, pero los conocimientos eran casi empíricos.

Sus días empezaban desde muy temprano por lo que pude evidenciar lo que me indicaba su temple y dedicación, sin necesidad de preguntar note su amabilidad, emanaba tanta delicadeza y confianza que pensé que su hija Irene había heredado lo mismo.

Parecía que la señora Graciela nunca había extrañado el trabajo pues siempre había un arreglo que realizar y fue de este modo que poco a poco logró la estabilidad de su hogar, pues educo a todos sus hijos practicando el oficio y es algo que agradece diariamente, incluso hoy en día; obtuvo matrimonio relativamente joven pero decía haber disfrutado tanto la vida como a sus hijos.

Escucharla era satisfactorio era el reflejo de lo que ahora veía en la señora Irene y su historia tras los hilos era más de lo que yo podía plasmar en palabras; minutos después la señora Graciela se retiró a su habitación, no sin antes despedirse de nosotras y de los nietos que se encontraban en las escaleras conversando.

Eran las 9:30 de la noche cuando la señora Irene empezó por comentarme su primer contacto con la costura, era tan sólo una niña y veía como su madre practicaba la modistería; en su casa siempre habían personas de todas las edades midiéndose prendas de todo tipo o llevando diversas telas que se convertían en blusas, pantalones, vestidos y más.

“Era como magia, casi como en la película de cenicienta, sólo que aquí mi mamá era el hada madrina de las personas que iban constantemente, ahora soy yo” dijo sonriente. Lo que más le gustaba era la sonrisa con la que las personas salían de su casa y lo bien que hablaban de la ropa que hacia su mamá, y fue con el trabajo constante de su madre que ella y sus hermanos disfrutaban de una buena calidad de vida.

A los 15 años, estaba en el colegio y se suponía que la mayor de sus prioridades era finalizar los estudios de bachiller, pero en realidad para ese momento ella debía decidir a que se dedicaría en los siguientes años, fue en ese momento cuando empezó a coser y el amor por el oficio se hizo más notorio, todos estos hechos marcaron un antes y un después en su vida, a tal punto que aunque su madre les enseñó a coser a cada uno de ellos,  ella decidió estudiarlo y perfeccionarlo en el Sena de Bogotá. Irene mencionó que su técnica empírica le había complicado las cosas a la hora de aprender en instituto pues dijo “es más difícil aprender a desaprender”.

Al culminar sus estudios se fue a vivir a Chía, un pequeño pueblo ubicado a las afueras de Bogotá, que se caracterizaba por las esmeraldas y era conformado por personas adineradas de aquel entonces, allí fue donde su trabajo tuvo acogida y donde se dio a conocer por las prendas que realizaba; tuvo su primer contacto con la clientela, empezó a promocionar su mano de obra, encontró diversos tipos de personalidad y gustos, fue así como poco a poco la señora Irene decidió iniciar un pequeño negocio de confección que tuvo auge en aquel lugar.

Justo en ese momento aquel muchacho de piel morena que la había llamado cuando llegue a visitarla  entró en la habitación y preguntó por un saco, pues el clima se colocaba más frío con el pasar de la noche, ella de la manera más cariñosa y con una dulce mirada le señaló la habitación del lado, indicándole donde lo podía encontrar; para ese momento ya sabía que él era su hijo, bueno la verdad era uno de ellos, pues cuando él salió de nuevo a las escaleras de la casa ella me hizo saber que tenía 5 hijos más.

“Ellos 6 son los hombres de mi vida y aunque soñé con una niña, me di el lujo de muñequear con mis varones” dijo Irene. Sus hijos mayores, con 30 ahora le salieron gemelos o “duplicados” como ella dice, su segundo hijo de 28 años, el tercero de 24 que está fuera del país, pero que curiosamente para mí estaba de visita en ese momento y llevaba 3 días con ella. Después están los dos menores, uno de 18 años y el otro de 16, los mencionaba y los miraba en la puerta, asumí que todos estaban ahí en ese momento.

Con sus labios me señaló a sus hijos “Ellos también saben coser a mano y en máquina, les toco aprender”. En cuestión de segundos todo quedó en silencio y través de sus gafas se percibía una mirada profunda que apuntaba a cada rincón de la habitación, suspiró lentamente como si un recuerdo se cruzara por la mente. “Mi mamá trabajaba desde la casa, así estaba pendiente de nosotros y yo hice exactamente lo mismo con mis hijos, por eso estaré eternamente agradecida con la flexibilidad de tiempo que me ha dado mi trabajo, con mi oficio los eduqué y los saqué adelante a todos, siempre de la mano de mi esposo a quien también enseñé a coser” dijo entre risas.

Eran los hilos de la unión familiar los que se percibían entre las palabras que pronunciaba, el tiempo se nos pasaba más rápido de lo que creíamos, pero ni ella ni yo queríamos dejar de hablar así que después de mencionar a sus hijos me habló de la industria textil aquí en la ciudad de Ibagué. Retomamos el tema de las costuras y recordé que había mencionado que muñequeaba con sus hijos, pensé que seguramente les hacía la ropa pues al parecer le apasionaba la creación y no me equivocaba, era por esta razón por la que deseó una hija, la ropa para niñas le gusta mucho, aun así, a todos sus hijos les creó prendas únicas y asimismo impuso la exclusividad en su negocio de hogar “El truco está en que el cliente siempre tiene la razón, pero no por ello debo hacer dos prendas iguales, ahora con la tecnología me traen las fotos de la ropa que ven en los almacenes, pero siempre les cambio alguna cosita y hago que se vayan a gusto con el producto”. Para ese momento parecía que todo estaba contestado pero yo tenía muchas preguntas por hacerle y quería lograr obtener muchas respuestas más. Quería saber si había trabajado con alguna industria grande de la ciudad, pero la respuesta fue negativa, no iba de la mano con las industrias, en ese instante me comentó sobre las personas que prefieren comprar la marca y no la ropa.

Como solía hacer la ropa para sus hijos no veía la necesidad de llevarlos a un almacén a comprarla. Un día su hijo menor pidió ir al centro comercial por una camisa de almacén, ella consideró que había llegado el momento de enseñarle una lección y llevarlo a conocer una empresa textil, al llegar le pregunto que a quienes veía en el lugar haciendo la ropa, él contestó inocentemente que a muchas mujeres y fue ahí donde ella le dijo “ ¡Exacto! son mujeres personas normales, no extraterrestres, mujeres como yo que hacen la ropa que llega a la tienda con etiqueta y es vendida a personas como tú que no conocen el trabajo detrás de cada confección” me contaba todo esto mientras se reía de la situación. Irene le enseñó a Daniel desde los valores del hogar como valorar el trabajo detrás de cada prenda.

Años atrás, gracias a su trabajo en casa, las actividades diarias eran sencillas, en las mañanas era una ama de casa consagrada a su familia y en las noches la creadora textil; siempre quiso estudiar arquitectura pero para complementar el diseño de modas estudio administración de empresas, carrera que ha logrado moldear a las necesidades de su trabajo, aprendió que aunque era su propia jefe debía cumplir no solo con un horario de trabajo, si no también asignarse un sueldo y así tener las finanzas de su negocio con una base monetaria permanente. Como es evidente no le gustaba depender de otros y junto con su familia logró consolidar un negocio basado en el amor, el esfuerzo y la dedicación.

El reloj marcaba las 10:30 de un domingo apacible y entre nuestros temas finales hablamos de la clientela, no me esperaba la respuesta no sabía que contestaría, pero dijo con exactitud: “Las gorditas son mis clientes más frecuentes porque se sienten cómodas con prendas hecha para ellas y con sus medidas exactas, los más complejos son los hombres; aunque no parezca, joden más que las mujeres, pero yo le hago a todo tipo de personas porque cada cuerpo es perfecto, lo único imperfecto es el genio de algunos pero eso no es problema”- Volteó sus ojos de manera jocosa y seguramente pensando en algún cliente rabietas.

La mamá de la señora Irene entró en la habitación y en voz baja dijo “Mija que termine de pasar un buen cumpleaños yo ya me voy a dormir”- se  abrazaron y en ese momento ambas sonrieron mientras se acariciaban el cabello, en ese instante uní todos los acontecimientos de la noche: su atuendo especial, los platos y vasos en la mesa, la reunión de sus hijos en las escaleras, las visitas y hasta la sonrisa con la que me tope al llegar a su casa.

Era hora de irme y aunque todos seguían muy despiertos (a excepción de su mamá quien estaba buscando la cama y parecía cansada) era muy tarde y debía finalizar, de manera muy amable le pedí una foto y aceptó, allí quedó plasmado mi segundo encuentro con ella, la sentía mucho más cercana, en un vínculo que no con cualquier persona hubiera logrado, ella era especial, lo supe desde que me dedicó su tiempo aquel medio día cuando la conocí.

Intercambiamos números de teléfono y quedamos en hacer muchos encuentros más y no para preguntar cosas del oficio o s vida, sino para que me realice alguna prenda única y así siga brindando su talento a las personas de la ciudad.

Me despedí de los presentes bajé las escaleras y me alejé del lugar. Allí parada en la puerta metálica quedo ella, rodeada de sus 6 hijos y algunos amigos mientras el alumbrado público se reflejaba en sus gafas y en los rostros de los demás.

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